No recuerdo quién dijo que la política debe tener algo porque muchos quieren entrar en ella y los que están no quieren salir y aunque las convicciones políticas son como la virginidad: una vez perdidas, no vuelven a recuperarse (Francisco Pi y Margall), muchos recurren al noble arte del transfuguismo – lo que toda la vida hemos llamado chaqueteros – para conservar la poltrona. Pero si alguien destaca por encima de todos ellos, y al que todos los políticos parecen venerar, fue Charles Maurice de Talleyrand. Su éxito político se puede resumir en una frase acuñada por él mismo:

La palabra se ha dado al hombre para que pueda encubrir su pensamiento

Charles Maurice Talleyrand nació en el seno de una de las familias más poderosas y prestigiosas de Francia pero vio truncado su deseo de iniciar la carrera militar por ciertos problemas de huesos que le produjeron una evidente cojera. Así que, se decidió por la Iglesia. Su salto a la política se produce en 1789 cuando es nombrado representante del clero en los Estados Generales convocados por Luis XVI. Con el triunfo de la Revolución Francesa sabe adaptar su discurso a las nuevas condiciones: ataca a la Iglesia y participa en la confiscación de sus bienes, incluso participa en la redacción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Es nombrado embajador de Francia en Londres y aprovecha para alejarse de los años de Terror durante la revolución. En 1797, durante el Directorio, regresa para ser nombrado Ministro de Relaciones Exteriores, etapa en la que conoce y entabla una estrecha amistad con Napoleón. Viendo las pretensiones de Napoleón, dimitió de su cargo para apoyar el golpe de estado del 9 de noviembre de 1799 (18 de brumario del año VIII del calendario republicano francés) que instauró el Consulado donde volvió a ser nombrado Ministro de Relaciones Exteriores. En 1804, con el nombramiento de Napoleón como Empereur des Français, adquiere una cuota de poder y de riqueza inimaginable.

Cuando ve flaquear las fuerzas de Napoleón, sobre todo tras la errónea decisión de invadir Rusia, se aparta de él y renuncia a seguir representando a Francia en el exterior incluso negociando con sus enemigos. Tras la caída de Napoleón, en 1814, se encarga de firmar el armisticio con los aliados y con la restauración borbónica de Luis XVIII es nombrado Primer Ministro y también vuelve a ocupar su cargo natural… Ministro de Relaciones Exteriores. Al año, tuvo que dimitir por la presiones de los extremistas monárquicos que no le perdonaron su pasado; se apartó de la primera línea pero siguió, desde la sombra, haciendo oposición contra el absolutismo de Carlos X. Apoyó la Revolución de 1830 que llevó al Trono a Luis Felipe de Orléans y fue nombrada embajador en Londres hasta 1834. Poco antes de su muerte, en 1838, se reconcilió con la Iglesia.

Le Diable Boiteux (el Diablo Cojo), como le llamaban sus enemigos, se subió a un coche oficial en 1789 y no se bajó hasta 1834.

Fuentes: Política para bufones – Pedro González Calero, El rescate de la historia – Ed Rayner y Ron Stapley